sábado, 2 de abril de 2011

La Ciudad

La lluvia azotaba la ciudad como todas las noches anteriores. Siempre llovía, o al menos casi siempre pensó Quail, desde que tenía memoria apenas recordaba una noche despejada en aquella maldita y bulliciosa ciudad, ni tan sólo una en que hubiera podido ver las estrellas junto con su novia, con la que llevaba siete años de relación sin atreverse a dar el siguiente paso.

Ella era una prometedora actriz del segundo mejor teatro de la ciudad, la conoció por una desgracia de la vida, y sin embargo ella siempre le decía que había sido una suerte. Los vecinos llamaron a la policía una lluviosa noche, como todas en este lugar, hacía ocho años, era septiembre y por suerte no hacía aún frío. Los vecinos se quejaron de una fuerte discusión en el cuarto piso, cuando Quail llegó con su compañero al lugar se encontraron con Lidia, que así era como se llamaba su novia, una chica de apenas unos veintiséis años, alta, con un buen cuerpo y un largo cabello moreno, discutiendo en la puerta de su casa con su ex-novio. Un tipo alto, grande y que apestaba a alcohol.
En cuanto vio llegar a los agentes se puso violento y comenzó a insultar a los vecinos, así que le tuvieron que detener y hacerle pasar aquella noche en el calabozo.

Lidia fue al día siguiente a la comisaría, no para ver a su novio de entonces, sino para dar las gracias en persona a Quail y quedar con él. Empezaron con una tímida conversación en el descanso que tenía Quail, quedaron para otro día y poco a poco fueron conociéndose mejor.
Posiblemente habrían empezado a ser una pareja mucho antes de que él se propusiera comenzar aquella relación. Siempre había sido un chico tímido; desde bien pequeño se apartaba de la gente y se avergonzaba al hablar con las niñas de su edad. Ella se sintió atraída por la inocencia con la que actuaba él ante ciertas situaciones, por la dulzura con que la cuidaba en todo momento y por aquella forma de mirarla que parecía ser siempre la primera vez. Todo ello compensaba con creces las carencias que poseía Quail: él era apenas dos años mayor que ella y pese a ello cuando se conocieron ya comenzaba a quedarse calvo, sus cejas pobladas, siempre iba sin afeitar, media mas de metro ochenta y caminaba ligeramente encorvado. En otros aspectos era igual que en el físico: no sabía reparar un enchufe, el día que trató de preparar el desayuno a Lidia por suerte no quemó media casa, cuando Lidia le mandaba a la compra traía sólo la mitad de lo que pedía y la otra mitad no era lo que le había encargado; en la cama era dulce pero también muy torpe; la primera noche que se acostaron juntos se cayó tres veces de la cama, casi ahorcó a Lidia con las sábanas y golpeó la lámpara de la mesilla sin querer al quitarse el pantalón, haciendo que cayera al suelo y se partiera en pedazos. A la mañana siguiente bromearon entre risas pese a que aquella noche Quail estaba increíblemente nervioso y pensó que ella le dejaría al día siguiente.

Dos años después le ascendieron, mejor sueldo, menos horas y un trabajo de oficina, el sueño de un buen agente que quiere casarse, ahorrar para una casa y formar una familia. Y así pensaba hacerlo. Comenzó a ahorrar para dejar aquel pequeño apartamento de alquiler y comprar una buena casa, grande y bonita, donde vivir con Lidia y quizá con algún hijo si tenían en el futuro, celebrar una gran boda, y tener una vida apacible y tranquila al lado de quien amaba. Ella había decidido dejar el mundo del espectáculo tras sus problemas con el alcohol y las drogas. Según se enteró Quail los críticos le auguraban una gran carrera, pero ella antepuso su salud y su felicidad a cualquier otra cosa. No le importaba tener que esperar cinco, diez, veinte años o toda una vida para tener una casa decente, mientras estuvieran juntos ella sería feliz y eso era más que suficiente.

Los problemas vinieron unos tres años después de ascender a Quail. Una mañana, como cualquier otra, al ir a su oficina en la comisaría se encontró con que le esperaba dentro otra persona, un hombre alto, con un porte elegante que llevaba un sombrero y un pequeño abrigo en la mano. Al verle entrar le saludó y le entregó un sobre marchándose al instante. Quail se sentó en su silla, observó el sobre y se dio cuenta que era de color negro, aquello no presagiaba nada bueno.
Había oído que esos sobres sólo se entregaban por un motivo: el gobierno quería algo de ti. Al abrir el sobre y leer detenidamente su contenido se percató de que se trataba de otro ascenso, pero no el que deseaba. Iba a tener un sueldo diez veces mayor, sin duda una gran ventaja. No obstante, el sueldo era lo de menos, le ascendían para ser un “observador”. Le querían para espiar, investigar y si era necesario dar caza a los elementos peligrosos para la ciudad. En resumidas cuentas, le tocaría asesinar a gente si así se lo ordenaban, por desgracia aquel ascenso era el único que no se podía rechazar. Así lo especificaba en la carta, de rechazarlo sería expulsado de su actual puesto y le impedirían ser contratado para cualquier otro empleo el resto de su vida en aquella ciudad.
Aceptarlo o exiliarse eran las únicas alternativas a aquella carta.

Sin duda aceptó aquel ascenso, durante los años siguientes mejoró ligeramente el nivel de vida que Lidia y él llevaban, pero discretamente. No quería hablarle de a qué se dedicaba ahora. El dinero lo iba ahorrando para el día en que pudiera jubilarse o por desgracia, otro le jubilase antes de tiempo, entonces a Lidia le entregarían todo y no tendría porque preocuparse de nada más el resto de su vida. No quiso casarse con ella ya que se avergonzaba de su trabajo y no quería que su esposo fuera un asesino, así que trató de mantenerlo en secreto y seguir como antes. El problema es que sus horarios de trabajo se vieron significativamente ampliados y cambiados, tan pronto trabajaba una mañana a las siete, como que no volvía hasta las cinco de la madrugada.

Había pensado durante el último año en largarse de allí, hacer las maletas, coger el dinero e irse con Lidia dejando atrás aquella dichosa y húmeda ciudad, pero no se atrevía a dar aquel paso. Sus padres siempre vivieron allí, al igual que los de Lidia y ellos mismos, no sabían que podrían encontrarse mas allá y aquello le provocaba un miedo terrible.
Seguiría con aquel trabajo hasta que pudiera retirarse, pensó.

La ironía de todo es que se le daba realmente bien su trabajo. Nunca había encajado en ningún lugar. Era torpe e increíblemente estúpido con tareas realmente fáciles hasta para un niño de cinco años. Hasta con su mujer era torpe, y ahora, en aquel nuevo trabajo era de los mejores o casi el mejor. Siempre que le ordenaban observar a un nuevo objetivo tardaba poco en averiguar que tipo de persona era, a qué se dedicaba y sus rutinas. Cuando tuvo que dar caza a los que se resistieron al arresto logró reducirlos sin tener que disparar a ninguno. La mayoría de los observadores acababan a tiros su trabajo; encontraban al objetivo, se aseguraban de si era o no un peligro para la ciudad y lo liquidaban, “siempre en defensa propia” según confesaban los compañeros, “el tipo al que seguía intentó rajarme con un cuchillo”- había escuchado decenas de veces; “el muy cabrón se sacó una pistola de los pantalones”- escuchó otras tantas. A él todo aquello no le había pasado, tenía la esperanza de que siguiera de esa manera, de poder ser feliz al lado de su Lidia y tener una familia juntos.



Pero aquella noche algo había salido mal. Llovía como el resto de noches. El problema era el frío que hacía, que junto con la humedad parecía clavarse en los huesos. El objetivo había cambiado su rutina; a las once de la noche solía encontrarse en el bar “Michels” del barrio sur, allí se tomaba unas copas con otras dos personas, que debían ser amigos y después volvía a casa. Aquella noche no aparecieron los dos amigos, se tomó una copa y salió del bar adentrándose por callejones traseros, evitando calles principales y sin rumbo fijo.
Quail lo había observado durante las últimas dos semanas y ya le conocía bien. Era un chico joven de apenas unos veinte años, frecuentaba aquel bar todas las noches donde tomaba unas copas, trabajaba en los muelles de la ciudad manejando una grúa. No tenía novia ni padres, al menos no en la ciudad, tampoco tenía mascotas y los viernes solía quedar en un almacén abandonado con otros 9 jóvenes, donde intercambiaban ciertas ideas políticas, algo totalmente prohibido en la ciudad, que le iba a costar la detención, un juicio y la cárcel como poco.

Le siguió durante diez minutos entre calles y callejones oscuros, desde cierta distancia para no delatar que le estaba observando. Por desgracia no había mucha gente aquella noche por las calles y era mas difícil pasar desapercibido, por lo que tuvo que doblar la distancia que normalmente mantenía con su objetivo. Durante el trayecto éste se dio la vuelta varias veces para observar si alguien le seguía o no, pero Quail dedujo que no le había podido ver ya que en ningún momento aumentó ni aminoró el ritmo. Después su objetivo se detuvo ante la puerta de una casa. Era un bajo con una vieja puerta de madera, el barrio era sin duda de los más precarios ya que las puertas y las fachadas no se encontraban en muy buen estado. Observó como llamaba a la puerta y un hombre mayor le abría indicándole que entrara.
Quail se acercó tratando de dar con alguna ventana por la que indagar que ocurría dentro, pero le fue imposible y retrocedió, volviendo tras sus pasos y ocultándose en el marco de un portal a unos cincuenta metros de allí, desde donde poder contemplar a su objetivo cuando saliera y volver a seguirlo.



El objetivo salió de la casa nuevamente, y siguió calle arriba hasta que se metió por unas calles bastante estrechas y oscuras. Enseguida Quail supo que aquel hombre al que perseguía había adivinado que le estaban observando. De repente, un fuerte estruendo en unos cubos, que se encontraban a medio camino entre observador y observado hizo que éste último se diera la vuelta y el primero sacara instintivamente su arma. Ambos comprobaron que se trataba de un vagabundo escondido entre unos contenedores de basura, buscando algún cartón con el que dormir o algo de comida podrida que poder llevarse a la boca. Aquel hombre ni se percató de la presencia de otros dos individuos en su solitaria calle, pero la mirada de Quail se cruzó con la del hombre al que observaba y ambos echaron a correr al mismo tiempo.
Los callejones parecían no tener fin, uno se enlazaba con otro, cada vez mas estrecho, mas oscuro y Quail mas cansado. “él también estará cansado” pensó; pudo afirmarlo unos minutos después cuando tuvo que pararse para recobrar el aliento, aflojando el ritmo y andando ligeramente, tratando de escuchar a su objetivo. Debía de estar a menos de cuarenta metros. La oscuridad le impedía ver mas allá de la mitad de esa distancia, pero en cambio podía escuchar con claridad sus pasos, que iban también a un ritmo mas lento; Como él, seguía allí delante, tratando también de recobrar el aliento.
En apenas medio minuto Quail había ganado suficientes fuerzas para dar un último sprint hacia la oscuridad, para dar caza a su presa que aún no podía acelerar su paso. Comenzó a correr, una tremenda explosión corrió por el callejón y en ese mismo instante algo impactó en su pierna, a la altura de la rodilla izquierda. Un tremendo dolor le recorrió toda la extremidad, le hizo gritar y caer al suelo, tiñendo con su sangre todo el agua encharcada a su alrededor. “Ese maldito bastardo me ha disparado” pensó sin quitar la vista de la herida. No parecía especialmente grave; la sangre era muy escandalosa, pero al mirar su rodilla pudo ver que no le había atravesado la bala y la herida no parecía muy profunda. Otra explosión, y algo silbó por encima de su cabeza. Le había vuelto a disparar, por lo que no se demoró en sacar su revolver, apuntó en la dirección que él calculó como procedencia de los dos tiros y realizó dos disparos rápidos en la misma dirección. Oyó como algo caía al suelo, mientras el agua salpicaba y se puso en pie. Ayudándose de la pared izquierda avanzó como pudo diez metros; seguía sin oír nada. Recorrió otros diez tan silenciosamente como pudo, pero tampoco oía pasos, ni nada que pudiera indicar la presencia de alguien. Avanzó otra decena de metros y encontró una forma humana tendida boca arriba en un charco de sangre y agua, con una pistola a pocos metros del cuerpo. Intentó acercarse al cuerpo sin ayuda de la pared, lo que le hizo perder el equilibrio. Arrastrándose llegó hasta el cuerpo, cogió la pistola y la arrojó a la oscuridad del callejón, se inclinó sobre el cuerpo y pudo observar que era la cara de su objetivo, había cumplido su misión. Registró los bolsillos del pantalón y los de dentro de la chaqueta, encontró un sobre y algunos papeles plastificados. Se los guardó en sus bolsillos para ojearlos más tarde y de pronto la mano de aquel cuerpo le aferró el cuello.
El miedo que sintió en ese instante le paralizó el cuerpo, nunca se había enfrentado contra nadie. Aquella noche desenfundó por primera vez su arma, la disparó por primera vez y sus disparos dieron a alguien por primera vez. Tan sólo pudo pensar en Lidia y en lo que le contarían cuando encontraran su cuerpo sin vida en aquella calle:
-Lo sentimos señora, su esposo ha muerto (no, espera, no estamos casados... quizá debí pedírselo...)
-¿Mi esposo? -preguntaba la voz de Lidia entre sollozos -. ¿Quail? ¿Tuvo algún accidente? Siempre le decía que no corriera con el coche...
-No señora, murió cumpliendo con su deber.
Y en ese momento algo no encajaría en la mente de Lidia, se rompería el recuerdo de aquel hombre fiel que tanto la quería e intentaba que fuera feliz. Se romperían los recuerdos de todos aquellos maravillosos años juntos, no significarían nada, todo era mentira.
¿Qué le dirían a ella? ¿Su marido es un perfecto asesino de nuestro gobierno? ¿Quail era el más respetable cazador de personas que hemos tenido el privilegio de conocer?
Daba igual como adornasen las palabras, como lo expresasen, ella sabría exactamente cual era el cometido de él, porque él lo sabía a la perfección, porque él se lo había ocultado.

Su mente volvió en sí cuando los dedos que le aferraban el cuello empezaban a flaquear, el cuerpo que tenía delante intentaba reunir fuerzas para decirle algo.

-Escúchame puto mercenario -masculló mientras brotaba sangre de su boca-. Eres un jodido asesino, sé que yo ya estoy muerto... enhorabuena, cumplis...te tu objetivo. Si queda algo de decen...cia en ti mira lo que me has robado.... y pregunta.. te, quizá.. quizá logres comprender.


La mano de aquel hombre se quedó flácida e impactó contra el charco de sangre y agua que rodeaba al cuerpo ya sin vida y el cuello de Quail quedó libre de la presión. Recobraba el aliento entre toses cuando notó que algo zumbaba dentro de su cabeza, un terrible dolor seguido de un gran sonido, aunque el sonido parecía venir de algún otro lugar... El callejón se oscureció por completo, sintió el agua rozarle una oreja y dejó de ser consciente de lo que ocurría a su alrededor...
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